Confieso ser una persona admiradora de la belleza. Pero no de esa belleza fútil que vemos constantemente en la televisión, en la prensa, en las tiendas, y allá donde vayamos. No de esa belleza que ensalza el dinero, modela nuestro aspecto, influye en nuestras relaciones. Tampoco de esa que se vende y se compra, que nos aliena convirtiéndonos en presos de una frívola cárcel de nuestra propia creación.