Oscuridad. No entiendo por qué hay gente que la teme. En ese momento me encontraba rodeado de oscuridad y me sentía muy a gusto: tranquilo y relajado, como en una nube. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien, quizá demasiado tiempo. Sin aviso previo, un pequeño rayo de luz penetró en las tinieblas que me rodeaban, un resplandor intenso hizo que apartara la vista y todo se llenó de luz. Acababa de abrir los ojos.
Me desperté tumbado en el suelo, así que me incorporé y miré a mi alrededor. Me rodeaba un paisaje muy árido, parecido a un desierto: el suelo estaba cubierto por una arenilla de color claro que se extendía infinitamente. No había nada que cortara el horizonte: ni un árbol, ni una planta, ni una irregularidad del terreno. No había ni una nube: el cielo, como todo lo de allí, también era interminable. No reconocí nada de lo que me rodeaba y tampoco recordaba cómo había llegado allí. Lo último que recordaba era una cena, una cena con unos amigos, pero el recuerdo era borroso y era complicado pensar en ello llevando un dolor de cabeza que me martilleaba las ideas.
Me levanté y comencé a andar. Fui mirando inquisitivamente a mi alrededor en busca de algún cambio, algo que me indicara hacia dónde debía ir, o todavía mejor, alguien que me explicara qué me estaba ocurriendo.
Es curiosa la necesidad de compañía tan intensa que surge cuando uno se siente perdido. Sentirse perdido y sentirse solo, desespera. Seguí andando y a lo lejos vi que algo se movía, aunque estaba demasiado alejado para poder distinguir qué era. Se movía muy rápido y alcancé a percibir que venía directo hacia mi pero, como no tenía hacia dónde huir ni dónde esconderme, me quedé donde estaba.
Llegó a mi tan rápido que tuve que esperar unos minutos a que el polvo que había levantado su abrupta llegada se disipase, y lo que vi me dejó sin palabras: una mujer. O al menos, eso parecía. Tenía el cabello muy oscuro, que le caía en cascada más allá de los hombros. La piel, tersa y de color tostado, le brillaba en contacto con la luz del sol y sus ojos eran de un uniforme color azul aguamarina. Era hermosa. Vestía unas botas marrones, algo sucias por el polvo del camino, una camiseta de manga corta y una falda que le llegaba hasta justo por encima de la rodilla, lo que me permitía observar algo curioso: en sus brazos y piernas había unas marcas, mezcla de tatuaje y cicatriz, que se movían por su piel incesantemente, de arriba a abajo dibujando bucles, recorriendo su cuerpo como si de unas culebrillas inquietas se trataran. Se percató de mi mirada curiosa, pero educadamente no comentó nada y se limitó a decir, a modo de saludo:
-Pareces perdido.
-Es que lo estoy -le contesté-. ¿Dónde me encuentro? ¿Y cómo he podido llegar hasta aqui?
-¿No sabes dónde estás? -me preguntó con tono de incredulidad.
-No.
Me regaló una mirada de comprensión y asintió para sí misma, como si fuese algo habitual para ella encontrarse gente en aquel lugar inhóspito o como si ella misma hubiese estado perdida en otra ocasión. Se puso a mi lado, me cogió del brazo, cerró los ojos y su expresión cambió: la concentración la dominaba. Y en ese preciso momento y sin que yo lo esperara, la tierra tembló como si se fuese a hacer pedazos y desde nuestros pies, salió una onda que se dirigía a perderse en el horizonte y que cambiaba el paisaje a su paso.
Así fue como, en apenas unos segundos, pasamos a estar en un campo lleno de verdes y frescas hierbas, que colindaba con un espeso bosque y un pequeño río. La zona estaba circunscrita por dos imponentes montañas que se erigían a los lados y apenas a unos metros de nosotros, se levantaba una casa rodeada por un vallado, algo ajado por el paso del tiempo.
Ella comenzó a andar hacia la casa y me invitó a que la acompañara. Yo la seguí y una vez dentro, alrededor de unas tazas de café, me contó muchas cosas del lugar en el que nos encontrábamos, y me contestó a muchas otras que yo le pregunté. Debimos de estar hablando durante horas, aunque mi percepción del paso del tiempo estaba algo alterada.
Según ella, en ocasiones, la realidad puede ser cruel y muy dura, y todos necesitamos periodos de paz y tranquilidad para disfrutar de las cosas sencillas y para encontrarnos con nosotros mismos. Y la verdad era que ese sitio era el lugar perfecto para tal cometido. Si la naturaleza lo hubiese diseñado a propósito para ello, no lo podría haber hecho mejor.
-Es un sitio precioso, pero parece bastante solitario -le dije, aunque era más un pensamiento propio emitido en voz alta.
-Precisamente ése es su encanto -respondió ella.
-¿Y cómo puedo volver a mi casa? ¿Hay algún pueblo cercano donde pueda coger un tren? -le pregunté. Ella me miró divertida y comenzó a reirse a carcajadas.
-No lo has entendido bien: ya no te encuentras en la Tierra. Estás en Eikasía, un planeta parecido a la Tierra en muchos aspectos, pero que se encuentra en la constelación de Lira, a unos veinticinco años luz de distancia de tu hogar. El astro que ves en el cielo, es una estrella como el Sol, pero no ésa que tú conoces tan bien, sino otra llamada Vega, la estrella más radiante de la constelación.
Mis conocimientos sobre astronomía eran tan exiguos, que si supe de qué me hablaba fue porque recordé vagamente las lecturas sobre mitología que hice siendo bastante más joven, y recordé la historia del desconsolado Orfeo. Empecé a sospechar que quizá todo aquello no era más que una alucinación. Ella prosiguió en sus explicaciones:
-Aunque el concepto de presencia aquí es distinto al de la Tierra. Aquí sólo se encuentran las partes más intangibles de tu ser: tu mente y tu alma, y lo que puedes ver y tocar en ti, es una mera representación de ellas para facilitar tu relación con el medio que te rodea. -En este punto de la conversación ya estaba seguro que me había vuelto loco de remate-. Todo el mundo puede venir aquí, pero no todo el mundo sabe llegar. El camino es tortuoso y, generalmente, los que consiguen encontrar la ruta son personas que en la Tierra no son felices, están descontentas o sufren de algún modo. Aquí no se llega huyendo, pues siempre hay que volver a donde pertenecemos, pero es un lugar de tranquilidad pasajera. Es necesario recargarse de paz para volver a la guerra.
Quise preguntarle muchas cosas, pues había demasiadas que yo no sabía, pero ella me dijo que tendríamos tiempo suficiente para éso y me invitó a subir a un coqueto dormitorio para invitados que tenía en la modesta planta superior. Se despidió deseándome que tuviese un sueño reparador y antes de desaparecer por el umbral de la puerta, me dijo: "Recuerda que si puedes imaginarlo, puedes conseguirlo". No había advertido mi cansancio hasta que me tumbé en la comodísima cama y enseguida caí preso del sueño.
Desperté y había caído la noche. Estaba todo en penumbras y apenas alcanzaba a reconocer nada. Me levanté y salí de la habitación para seguir con la conversación que había quedado pendiente. No pudo ser: había regresado a la Tierra. No sabía cómo había vuelto, ni qué había hecho para conseguirlo, lo único que era evidente es que estaba de nuevo en mi casa.
Fue justo en ese momento, por primera vez en el día, en el que me quedó algo claro: tenía que volver a Eikasía.
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Me has dejado sin palabras!
ResponderEliminarContinuará... (o no, según me apetezca XD)
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