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miércoles, 14 de agosto de 2013

Cuentos para noches insomnes III


Tempus fugit

Hace mucho mucho tiempo, en una tierra muy lejana, vivía Urashima Taro, un joven resuelto y sencillo que vivía con su familia en una pequeña y humilde aldea de pescadores junto al mar. Estaba contento con su vida, y aunque a veces, el trabajo con el que ayudaba económicamente a su familia era duro y no estaba muy bien recompensado, apreciaba esas pequeñas satisfacciones que da la vida: los soplos de aire fresco cuando el calor cae plomizo durante la larga jornada laboral o un simple paseo al caer el sol.

En uno de esos paseos por la playa, Taro vió a un grupo de niños que se detenían, arremolinados unos junto a otros, a observar cómo uno de ellos incordiaba a una pequeña tortuga que se encontraba sola y asustada en la arena. Taro se acercó al grupo y les pidió que liberasen a la tortuga del sufrimiento, así que el grupo se disolvió alejándose de allí. Taro cogió a la tortuga y la acercó al agua para que volviese al mar.

Unos días después, Taro se encontraba en su habitual paseo, disfrutando de la tranquilidad de la playa, cuando se le apareció una tortuga más grande, adulta, que con actitud segura y serena le bloqueó el paso. Taro se acercó a ella, y sin saber cómo, la tortuga comenzó a comunicarse con él. No movía la boca ni ningún otro apéndice de su cuerpo, sin embargo, Taro en su cabeza pudo escuchar con claridad su voz, que le daba las gracias por haber salvado a su pequeña, y que en muestra de su gratitud se ofrecía a llevarle al palacio del Dios de los Mares. 


Taro aceptó el obsequio y se subió al caparazón de la tortuga, que se adentró en el agua y se sumergió en los misterios del océano. Cuando la profundidad era tal que los rayos del sol ya no penetraban y lo único que les rodeaba era una infinita e insalvable oscuridad, entre las sombras apareció el majestuoso e imperturbable palacio, condecorado con una luminosidad limpia y clara de origen desconocido, y rodeado por bellísimas y coloridas flores acuáticas desconocidas para Taro. Del palacio emergió el ser más hermoso de cuantos hubiera visto hasta entonces: la princesa Otohime, que con gran cortesía le ofreció infinidad de manjares que jamás había degustado mientras disfrutaban de las alegres danzas de las criaturas marinas. 

Después, la princesa le condujo a una de las habitaciones de palacio. El cuarto en cuestión se encontraba desnudo completamente, ningún enser lo adornaba, y lo único que se podía ver eran cuatro puertas. La princesa Otohime abrió la primera y pudieron observar un hermosísimo ambiente primaveral: familias disfrutando en el campo, con los cerezos y almendros en flor, hablando animadamente bajo la sombra de éstos mientras las mariposas revoloteaban por doquier. Al abrir la segunda puerta, lo que se encontraron fue un agradable paisaje veraniego: mientras el sol reinaba en lo alto, un grupo de niños jugaba en el río cazando insectos y lanzándose agua, combatiendo así las horas en las que el calor era más intenso. Al abrir la tercera puerta, los colores cambiaron. Era otoño y las hojas de los árboles se habían tornado doradas e incluso algunas, más cobrizas, yacían ya en el suelo. El sol brillaba con menos fuerza, las frutas ya habían madurado y se podía oir música propia de los festejos de esta estación. Al abrir la última puerta, se encontraron con un paisaje totalmente invernal: todo se encontraba cubierto de una capa blanca y los niños jugaban a tirarse nieve o a deslizarse sobre trineos.


Todos los paisajes eran magníficos y Taro no podía dejar de sentirse totalmente obnubilado por tanta belleza. Disfrutaron de estos paisajes tantas veces como quisieron, hasta que Taro recordó los encantos de su mundo, y que no podía quedarse disfrutando de éstos eternamente. Así se lo contó a la princesa, quien totalmente apenada por su marcha, le regaló un cofre, al que ella llamó tamatebako, y le hizo prometer que no lo abriría.


Nada más llegar a su aldea, se dio cuenta de que algo había cambiado. No era capaz de reconocer los lugares, ni de encontrar los que él conocía y que tantas veces había recorrido. Tampoco reconocía a nadie, sentía como si todos los habitantes de su aldea hubiesen sido sustituidos por otros, a los que no conocía. Al llegar a donde estaba su casa, ésta había desaparecido y en su lugar, se había erigido una vivienda nueva.
Ante ese desconcierto, paró a un hombre que pasaba por allí y le preguntó por la casa de los Urashima. El hombre, con mucha extrañeza por la pregunta, le contestó: "Sí, creo que estaba ahí, pero de éso hace más de cien años..."


Taro se quedó sobrecogido y muy desconcertado, y sin nada que le ligara a aquel lugar, se dirigió a la playa. Mientras estaba allí sentado, recordó el cofre que le había dado la princesa y olvidando su advertencia, lo abrió. De su interior emergió una nube blanca que se fue acercando a él progresivamente y le fue envolviendo por completo. Cuando el humo blanco desapareció, el joven resuelto y sencillo se había transformado en un anciano de barbas blancas.










Leyenda de imágenes
(1) Yoshitoshi Tsukioka, Urashima Taro returning from Dragon King's Palace, 1886.
(3) Novihuang, Urashima Taro 2, Deviantart.
(4) Bogdanalbei, Old man. Deviantart.

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