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domingo, 24 de noviembre de 2013

Eikasía 02

Y ahí me encontraba yo: en medio del pasillo, agotado, en medio de la penumbra. Sin entender qué había ocurrido, pero deseando que volviese a ocurrir. Avancé por el pasillo dirigiéndome a la cocina, pensando que tomar una bebida caliente y comer algo, me harían sentir mejor. Pero cuando estaba a mitad de camino, la realidad me golpeó con todas sus fuerzas: tropecé con un gran bulto y casi me hizo caer. Encendí la luz y vi una maleta, y ese fue el instante en el que mi mente conectó de nuevo con la realidad: ella se había ido. 




Comenzamos a salir hacía unos años y la verdad es que nos iba muy bien al principio. Nos parecíamos en tantas cosas, estábamos de acuerdo en muchísimos asuntos, y en desacuerdo en tantos otros. Llegamos a un punto en el que podíamos hablar de cualquier cosa, y cualquier cosa que pasara, estaba deseando contársela para que me diese su opinión. Todo el mundo daba por hecho que estaríamos juntos siempre y yo no alcanzaba a entender cómo había podido vivir sin ella.

La verdad es que los últimos meses no hacíamos más que discutir, y creo que ninguno de los dos sabíamos ya cómo conectar con el otro. Supongo que es mejor así: no quiero odiarla y no quiero que llegue a odiarme. Y ahí estaba su maleta: la señal imperturbable de que, uno de esos días, regresaría para llevársela y no volver.

Sonó el teléfono. Desde que les había hablado a mis amigos sobre la ruptura no hacían más que organizar salidas nocturnas al bar de moda del momento. Cuando les decía que no me apetecía, ellos insistían utilizando argumentos como:  "Diego, tienes que salir y conocer gente nueva", "Un clavo saca a otro clavo, Diego", o mi favorito: "Mira, Diego, esta noche te ligas a una tía buena, pasas la noche con ella y mañana ¡como nuevo!". Creo que utilizaban insistentemente mi nombre de pila pensando que establecerían una conexión más profunda, y así les daría la razón y les haría caso. Se equivocaban. El hecho de que lo hiciesen con la mejor intención del mundo les salvaba de que les gritase con rabia que mi abatimiento era tal que no se iba a solucionar con un polvo fortuito. En su lugar, sonreía y asentía.

Pasaron unos días y no ocurrió nada. Seguía con mi vida habitual: trabajo y casa. La maleta también seguía con la suya: esperando en el pasillo. Llegó el día en que ya no pude retrasarlo más y me acerqué a casa de mis padres a contarles que S. se había ido de casa. Y el rato transcurrió así: primero todo fueron ojos como platos que en seguida se convirtieron en miradas de pena, mi madre me abrazó mientras mi padre miraba al suelo mientras negaba con la cabeza, mi madre empezó a repetir cada poco tiempo que ella ya se "olía que esa chica no era trigo limpio", mi padre me preguntó qué iba a hacer a partir de entonces y yo fui respondiendo a todo con monosílabos. Después de que mi madre me ofreciese miles de veces que fuera a comer con ellos el domingo, regresé a mi casa. Por el camino fui pensando en lo poco que tengo de verdad y lo mucho que he perdido últimamente. 


Cuando llegué, me senté en el sofá y puse una película. Es una buena costumbre que retomé desde que S. se fue, y sin darme cuenta había acumulado un montón para ver que se encontraban esperando su turno al lado de la tele. El cansancio hizo que me quedase dormido a mitad de película y al despertar ahí estaba de nuevo: en ese magnífico desierto, en el suelo, solo.



Bueno, no tan solo: al levantarme y girarme, ví a un niño pequeño. Calculé que tenía unos siete años, pero estaba muy delgado y podía ser que tuviese más. Le saludé y le pregunté por su nombre, pero no respondió, se limitó a sentarse en el suelo con las piernas cruzadas. Me senté enfrente de él, me dio la mano y cerró los ojos. La tierra tembló y desde donde estábamos nosotros una onda salió despedida en todas las direcciones, recorriendo el suelo y cambiando el paisaje a su paso.

Y la verdad es que lo que pude ver fue algo impactante: era un pequeño asentamiento de casas, construidas de forma totalmente inconexa con el resto, de distintos materiales, de distintas alturas. Así eran las que estaban en pie, porque había muchas de ellas que estaban derruidas y acompañando sus restos en el suelo, les acompañaban cadáveres humanos. Nos levantamos y sin soltarme de la mano, comenzamos a andar. Nos dirigimos hacia las afueras del asentamiento, y justo antes de salir giramos hacia la izquierda y nos metimos detrás de una pequeña arboleda que ocultaba una ruinosa morada construida por la acumulación de tablones de madera y piedras que, inexplicablemente, se mantenía en pie. El interior era desolador: seis o siete familias se acomodaban como podían en el suelo, la mayoría mujeres y niños, y de los hombres que había, la gran parte de ellos, se encontraban heridos. No podía dejar de mirarlos, pero era obvio que ellos no nos veían a nosotros.

El niño me condujo fuera y nos sentamos bajo un árbol cercano. Me explicó que estábamos muy cerca de Abu Dis, una ciudad al este de Jerusalem, que se encuentra bajo dominio palestino e israelí. Este "dominio compartido" provocaba conflictos habituales, por lo que varias familias, hartas de vivir sin saber si tendrían un mañana, habían cogido sus pocas posesiones y se habían alejado de la ciudad. Tenían muchas carencias, pero se habían organizado para ir supliéndolas repartiéndose el trabajo entre ellos. No se posicionaban a favor de ninguno de los bandos, sólo querían poder dormir sin tener que hacerlo con un ojo abierto. Hacía unos días había estallado una revuelta en la ciudad, que acabó con varias decenas de muertos y alcanzando el pequeño asentamiento a las afueras. Afortunadamente, la mayoría de los cadáveres que vimos al entrar no eran de las familias que vivían allí, sino de los exaltados que habían llegado de la ciudad pero, aún así, les habían destruido los humildes avances que habían hecho: algunas viviendas estaban derruidas, los árboles frutales y pequeños campos que habían sembrado los habían quemado, les habían matado o robado los pocos animales de los que se abastecían. Por suerte, no tenían problemas de suministro de agua, ya que disponían de un pozo cercano. Pero entre todo esto, y que algunos estaban heridos, tenían problemas para hacerse con suficiente comida para todos.
En ese momento pensé que a partir de entonces me quedaría dormido siempre abrazando comida. Por si acaso podía volver. El niño debió oír mi pensamiento, porque en ese momento me contestó que no estábamos ahí realmente y que no podía hacer nada para ayudarles. Ese lugar era su hogar en la Tierra, pero me recordó que estábamos en Eikasía, a donde él acudía a descansar de vez en cuando, pues se pasaba el día buscando comida y ayudando a sus familiares y vecinos. En ese momento se dio cuenta que llevaba ya un tiempo conmigo y se le hacía tarde, así que se despidió y se fue. En el momento en el que él se fue, con él desapareció todo: la casa, los árboles, y todo el paisaje se convirtió en el ya conocido desierto. Me vino un cansancio abrumador y me quedé dormido.

Abrí los ojos y ahí estaba mi salón, mi sofá y los créditos de la película corriendo por la pantalla. Apagué el televisor y me quedé pensando, mientras miraba el techo, que pese a todas las miserias propias del primer mundo y de la sociedad en la que me había tocado vivir, y pese a todas mis miserias personales, tenía un montón de cosas sencillas y muy valiosas que valían más que lo que no tenía. Y por primera vez en varios meses, me sentí bien.







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