Llevaba ya varias semanas sin haber vuelto a Eikasía, pero
en ese tiempo no había dejado de pensar en ello. ¿Me habría vuelto loco? Alguna
vez había oído de gente que, presa de sus problemas psicológicos, acababan
teniendo alucinaciones y creyendo ver o experimentar cosas que no eran reales.
¿Me estaba pasando eso a mí?
Por lo demás seguía con mi vida. S había venido un día y se
había llevado la maleta roja con sus cosas. Aprovechando ese viaje, llenó
también varias cajas con objetos de la casa que, según ella, “le correspondían
por derecho”.
“¿Para qué vas a usar tú la minicadena, si soy yo la que
pone música constantemente? Así que para que se quede aquí cogiendo polvo, me
la llevo.” Si soy sincero, no recuerdo haberla visto usar la minicadena nunca…
De hecho, con lo mal que se le daban las tecnologías dudaba mucho de que
supiese cómo funcionaba. Hizo lo mismo con un abridor de botellas, varios
utensilios diversos de la cocina y alguna figura ornamental que teníamos por
las estanterías. Pero llegados a ese
punto se podría haber llevado media casa y me habría dado igual. Al fin y al
cabo, se estaba llevando todas esas cosas superficiales que habíamos
compartido, pero los recuerdos se iban a quedar y eso era lo que realmente me
molestaba.
Me es duro reconocerlo, pero desde que S se había ido tenía
más tiempo para mí y había retomado algunas aficiones que tenía olvidadas. No
me malinterpretéis, no es que ella consumiera por completo mi tiempo libre; pero creo que,
sin ser consciente de ello, había dejado de hacer cosas mías o que me gustaban
a favor de las cosas que le gustaban a ella. Un gran error por mi parte.
Así que ahora había vuelto a leer un poco todos los días. Me
parecía sano, aunque solo pudiese dedicar diez minutos a ello cada día. Siempre
había tenido como sueño el haber sido propietario de una librería. Sin grandes
pretensiones: algo modesto que me permitiese vivir. Imaginaba que podría leer
mucho y así aconsejaría a mis clientes, porque en la utopía de mi sueño todo el
mundo que entraba en mi tienda lo hacía con ganas de hablar del último libro
que yo había leído. Así de inocentes y felices somos en nuestros sueños.
Pero en lugar de eso, estudié una ingeniería. Había que ir a
la universidad y sacarse una carrera, porque en eso consistía “labrarse un
futuro”. Eso decía todo el mundo. Bueno, más bien lo decían mis padres que en
ese momento eran los que financiaban mi presente. La verdad es que en aquel
momento me pareció una decisión sensata. Pero ahora lo que hacía era acabar
deprisa lo que tuviese que hacer en la fábrica para poder llegar a casa cuanto
antes y así ganar un poco de tiempo para leer. La vida es tan absurda e irónica…
Y ahí estaba, leyendo el último éxito de un famoso autor
oriental. Parpadeé, se me empezaba a cansar la vista después de varias horas. Al
fijar de nuevo la mirada ahí estaba: el imperturbable y eterno desierto. Y como
en otras ocasiones, no estaba despoblado.
Desde donde estaba pude ver un centenar de cubículos transparentes repartidos por doquier y colocados sin ningún orden aparente. Levitaban a un palmo del suelo y daban vueltas lentamente sobre un eje fijo imaginario colocado en su centro. Lo más inquietante era que en el interior de cada uno de ellos había una mujer y ninguna de ellas parecía ser consciente de estar encerradas. Parecían abstraídas, y aunque yo las veía perfectamente, ninguna de ellas parecía verme a mí. Se oían ruidos ambientales entremezclados con gritos e insultos lejanos aparentemente dirigidos a ellas. Al acercarme pude ver que tenían moratones, heridas, arañazos. Todas estaban cabizbajas y solas. Todas lloraban en silencio.
No sabía qué hacer y estaba empezando a angustiarme. Acerqué
la mano a uno de los cubículos para averiguar si podría romperlos dándoles un
golpe. Cuando estaba a punto de rozar uno de ellos con la mano, se
volatilizaron tan súbitamente como habían aparecido.
La desaparición me dejó emocionalmente roto. Si era cierto lo que sabía de Eikasía, esas mujeres estaban en algún lugar de la Tierra sufriendo como yo las acababa de ver. El sufrimiento que vivían y el maltrato que estaban experimentando eran tan intensos que sólo podía sentir rabia e impotencia. Mientras miraba el vacío que habían dejado los cubículos, una mano me rozó la mejilla y me secó unas lágrimas de las que ni siquiera me había percatado. Era ella: la misma bella mujer que me había iniciado, si se puede decir así, en este mundo. El mismo cabello, la misma piel, los mismos ojos. La misma serenidad, la misma calidez, la misma mirada. Estaba tan desolado que no pude decirle nada y ella se limitó a abrazarme. Me regaló un abrazo fuerte y sostenido. Sincero, de esos que sabes que salen del alma. De esos que casi pueden reconfortar el espíritu.
Cuando el abrazo se deshizo, me encontraba de nuevo en mi
salón con el libro que estaba leyendo abierto presionándome contra el pecho,
como si fuese algo que hubiese estado molestando sólo un minuto antes. Me sentía
mareado y confuso. Recuerdo aquel día como uno de los que puedo considerar importantes en mi vida
puesto que aprendí una valiosa lección que he procurado no olvidar: después de lo que había visto fui consciente de que el
ser humano cuando quiere es capaz de lo peor.
La historia está cogiendo fuerza en cada capítulo y cada vez quieres descubrir más el mundo de Eikasía y todo aquello que puede llegar a esconder. Además me gustaría seguir leyendo la ecolución de Diego en la Tierra. Y con esto sólo quiero decir: ¡Que estoy deseando leer el próximo capítulo!
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