Dios mío: le acababa de matar.
Y yo estaba ahí,
viéndolo todo, como espectador pasivo. Siempre había pensado que quien es
conocedor de algo así y lo consiente, es parte tan activa del horror como el
que lo ejecuta. Pero la verdad es que estaba tan paralizado que me podrían
haber confundido con un mueble de la habitación. Llevaba tanto tiempo sin
moverme que tuve que parpadear porque me empezaron a picar los ojos. Y ese
movimiento tan sutil hizo que volviese a mi ser.
G. me agitó el
brazo y me empujó hacia la puerta. Había que salir rápido de allí. Al menos tan
rápido como para que la policía no nos cogiese allí mismo, y a ser posible,
tanto como para que nadie nos viese salir. Estaba tan asustado que me daba la impresión
de que había olvidado andar y me iba a caer en cualquier instante. Y
probablemente habría sido así si no hubiese estado G. agarrándome con fuerza y
empujándome hacia la salida.
No me había dado cuenta del desproporcionado tamaño de esa casa. Cuando estábamos fuera me había parecido grande pero ahora me parecía eterna. Tres pisos con cientos de habitaciones, pasillos que parecían no tener fin, enormes cuadros hasta en los servicios, y todo con un aspecto casi monocromático, en blanco y beige, aséptico. Sin ningún rastro de objetos más personales, o de señales del día a día. Seguramente el servicio de limpieza se encargaba de eliminar todas estas marcas de la existencia de vida.
Afortunadamente
no había nadie en la casa en ese momento. Nos habíamos asegurado antes de
entrar: llevábamos varios meses vigilando y monitorizando los movimientos de la
gente que, en algunos momentos del día, entraba y salía constantemente. Los
miércoles por la noche era el momento de la semana en el que la casa se
vaciaba: el servicio ya había terminado su jornada laboral y se habían marchado
todos a sus respectivos hogares. La única que podía quedar era el ama de llaves
que residía en una habitación de la misma casa, pero desde que su sobrina había
dado a luz empleaba su día libre semanal, el miércoles, en ir a ayudarla en su
nueva condición maternal. Los hijos de la pareja se habían independizado hacía
ya tiempo y vivían en el extranjero, así que no había que preocuparse por
ellos. La señora de la casa invertía esas noches en una reunión social con
otras mujeres casadas de la zona, en las que hablaban con orgullo de los logros
profesionales y personales de sus hijos y de los últimos cotilleos del círculo
social en el que se movían. Gran conocedora del funcionamiento del grupo y de
las personas que lo componían, no dudaba en usar algún pequeño embuste o
exageración si consideraba que ayudaba a mantener su status social y el de su
familia. Quizá pueda parecer que eran reuniones superficiales y clasistas. Y
sí, lo eran, nada más que eso: si alguna de sus integrantes hubiese tenido
algún problema personal, jamás habrían recurrido las unas a las otras.
La casa disponía
también de seguridad privada, pero como la crisis nos había afectado a todos,
había menos de la que cabía esperar. De hecho, esas noches de entre semana sólo
se encontraba un agente allí. Mal pagado y haciendo turnos largos y de noche.
Suena poco halagüeño pero a nosotros nos venía muy bien porque el malestar que
la situación le generaba, provocaba en él un desinterés total por su faena, y
el que estuviese despistado y se echara alguna siesta durante su jornada nos
facilitaba nuestra misión.
Os estaréis
preguntando cómo había llegado yo a ser partícipe de semejante situación.
Conocí un día a G. en la calle, por casualidad, mientras asesinaba a otro
hombre. Sí, suena como mínimo raro. Me encontraba en la marquesina de la parada
del autobús que me iba a llevar a casa después del trabajo. Me habían mandado
desde el periódico al otro lado de la ciudad a cubrir un accidente entre dos
coches, acabé de cubrir la noticia de noche y decidí que prefería el autobús al
metro para la vuelta, por el simple hecho de que no me apetecía pasar la
siguiente hora viendo el subsuelo de la ciudad. Al menos en el autobús podía ver
un gris menos gris.
Llevaba unos
minutos ahí sentado quejándome mentalmente del funcionamiento del transporte
público, que es lo único que una persona razonable puede hacer en esas
situaciones, cuando vi a G. al otro lado de la calle caminando a poca distancia
de otro hombre trajeado que transitaba sin prisa pero sin pausa. G. empezó a
acelerar el paso y en cuestión de un segundo, que me habría perdido si hubiese
estado mirando hacia otro lado, se abalanzó sobre el hombre por la espalda y
ambos cayeron en una especie de seto que había al lado de la acera, en la
entrada de una casa unifamiliar. Intuyo que hubo un forcejeo porque las ramas
del matorral empezaron a moverse con cierta violencia. A los pocos minutos G. emergió
de entre la hojarasca, se sacudió la ropa y miró alrededor para comprobar que
nadie le hubiese visto. Y me vio. Cómo no me iba a ver si me iluminaban de lleno
los focos de la marquesina, quizá los únicos que funcionaban en toda la ciudad.
Pero no hizo nada, simplemente siguió su camino a paso ligero.
Decir que estaba
pasmado era, a todas luces, decir poco. De repente se oyó un grito, agudo y
penetrante. Al levantar la vista vi a una señora de mediana edad que daba
alaridos, lloraba y apenas se tenía en pie: un charco de viscosa sangre se
expandía desde el seto amenazando con llegar a la acera.
Esa noche
debatía conmigo mismo sobre lo que había pasado: quién era ese hombre y por qué
había agredido al otro eran las dos preguntas que más me cuestionaba. No tuve
que esperar mucho para hallar respuesta, al menos parcial: al día siguiente
todos los periódicos locales abrían con el suceso en portada. El cadáver
(efectivamente: lo había matado) era del Director General de uno de los bancos
más punteros y económicamente exitosos del momento. No había día que no saliese
el banco en cuestión en las noticias ya fuese por un extraordinario día en la
bolsa, por la absorción de alguna caja de ahorros local o por los maravillosos
balances económicos que obtenían todos los meses. Sólo conocían el éxito. Tanto
era así, que habían formado una sociedad mucho más compleja y a través de ella
habían iniciado otro tipo de negocios igual de satisfactorios. No había ningún
testigo directo del incidente puesto que yo no había revelado mi existencia,
así que los periódicos aventuraban diversas teorías. La que más fuerza tomaba
como explicación era que se tratase de un ajuste de cuentas, ya que el
asesinato se había producido en el camino que el director en cuestión realizaba
todos los días al volver del trabajo a su casa. Suponían que eso conllevaba que
había sido un hecho premeditado y que le habían estado vigilando durante un
tiempo hasta el día en el que se produjo el asalto, seguramente a manos de un
profesional a sueldo contratado por algún rival de la profesión. Así lo creí yo
también.
Había cogido por
costumbre casi diaria el pasarme por una cafetería cercana a la redacción a
tomarme un café. Me parecía un buen hábito para tomar contacto con la realidad
ya que si no me pasaba los días hundido en el ciclo de ir del trabajo a casa y
de casa al trabajo. En ese pequeño lapsus de tiempo aprovechaba para echarle un
vistazo al periódico en el que yo trabajaba, tan sólo una ojeada por encima de
los titulares y haciendo hincapié sólo en las noticias que me llamaban mucho la
atención. Ahí me encontraba el día d
a la hora h: con mi periódico y mi
cortado con leche del tiempo. Bajé el periódico para llevarme el café a los
labios y allí me lo encontré: sentado en la misma mesa que yo, enfrente de mí,
mirándome con curiosidad estaba G. Huelga decir que el susto que me di fue
notable: instintivamente intenté levantarme pero golpeé la mesa tirando el café
y, cómo no, haciendo que toda la cafetería mirara hacia nosotros.
“Menos mal que el otro día fuiste más
discreto de lo que lo estás siendo ahora…”. Seguía sin palabras. “Mira, entiendo que estés asustado, pero no
tienes porqué. No soy una persona agresiva. Lo del otro día… tenía motivos para
hacerlo. Entenderé que quieras ir a la policía, pero me gustaría que primero
supieses mis razones.” Así que tuve que recomponerme como pude e iniciamos
una conversación.
Así me enteré de
su situación y de que todo había sido producto de la indignación que le corroía
por dentro. Su hijo, ya casado desde hacía un lustro, fue abandonado por su
esposa y se quedó sólo con su niña de dos años. Fue un golpe duro para toda la
familia pero había una niña pequeña por la que seguir adelante, así que todos
hicieron un esfuerzo por mantener un ambiente estable y adecuado. Unos años
después vino la crisis y su hijo perdió el trabajo, lo que provocó que al final
las deudas fuesen demasiadas y acabase perdiendo el piso. Pero como un buen
equipo trabajando por un bien común, se volvieron a adaptar. G. estaba jubilado
y aunque disponía de una pensión modesta, con ella podían vivir los tres sin
grandes lujos pero de forma cómoda. El problema vino cuando su nuera volvió,
pidió la custodia completa de la niña y se la concedieron. El juez llegó a la
conclusión de que su nuera, la cual se había largado un buen día sin decir ni
adiós y que no se había molestado en ver a su hija pequeña en varios años, iba
a criarla mejor que su hijo, que aunque se matase en darle una educación, unos
valores y todo el cariño del mundo, lamentablemente no disponía ni de casa ni
de trabajo.
Ahí fue cuando se
produjo el punto de inflexión, no sé si de la situación o también del buen
juicio y el buen estado mental de G. Veía todos los días las noticias y parecía
que casos similares estaban ocurriendo por todo el país: gente que perdía sus
casas, su bienestar, familias que se rompían, gente que no tenía ni qué
llevarse a la boca. Pero nadie hacía nada, todo seguía igual: los que nos
habían gobernado hasta ese momento lo seguían haciendo, las leyes por las que
nos habíamos regido seguían vigentes y todo el mundo se quejaba, pero nadie
hacía nada.
G. sentía que ya
había perdido todo lo que le importaba: su pequeña ya no volvería con ellos,
como mínimo, en un tiempo muy largo. Pero decidió que todavía podía hacer algo
por ella y se puso el listón muy alto: intentaría cambiar el mundo para ella. Pasó
un tiempo pensándolo detenidamente y llegó a la conclusión de que para marcar
la diferencia tenía que hacer algo impactante, y así decidió asesinar al
Director General del banco que le había quitado la casa a su hijo y al Ministro
de Economía que estaba llevando el país al desastre. Qué mejor que liberar al
país de dos lastres, y a la vez, cobrarse su venganza.
Después del
relato que me hizo, me sentí tan unido a este hombre como si le hubiese
conocido de toda la vida y seguramente así era, pues ¿quién no conoce a alguien
al que, pese a su esfuerzo y buena intención, la vida le acaba pagando con
algún duro golpe? Le acabé pidiendo que me dejara acompañarle en su misión con
la intención de documentarla y aunque al principio se mostró reticente, aceptó
cuando le dije que de alguna forma podríamos publicar su historia y que esto
ayudaría a cambiar algo.
Y ahí estábamos:
huyendo de la casa del Ministro al que acabábamos de matar. Al salir todo
estaba en calma, con una tranquilidad que a mí me parecía un espejismo,
seguramente porque por dentro no podía estar más alterado de lo que lo estaba. No
nos vio nadie y nadie nos dio alcance. Esa noche no pude pegar ojo; ni la
siguiente, ni la siguiente a la siguiente. Todavía me altero cuando oigo las
sirenas de la policía o cuando alguien me saluda sin esperarle.
Pero lo
relevante del suceso es que a partir de entonces no se habló de otra cosa en
todos los sitios. Como ustedes bien saben aún no se puede entrar en un bar y
que alguien no comente lo sucedido, o coger un periódico y que no haya alguna
referencia a los asesinatos. G. consiguió cumplir con su parte y yo, publicando
este escrito, cumplo con la mía. Quiero agradecer anticipadamente a mis colegas
periodistas que publiquen este escrito, que ha llegado hoy de forma anónima a
todas las agencias de noticias del país. Por mi parte sólo me queda esperar que
el cambio que se ha producido en mí también se produzca en un mundo en
decadencia, para que G. haga a su nieta el mejor regalo del universo: un mundo
con el que soñar.
Fdo: El Acompañante.
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