Según una estimación realizada recientemente por
investigadores franceses, la incidencia del cáncer aumentará un 75% para 2030.
Un dato sorprendentemente alto si tenemos en cuenta que actualmente es difícil
encontrar a alguien que no conozca a alguna persona que la haya sufrido. Nos
rodea. Tanto es así, que es una de las principales causas de morbilidad y
mortalidad en todo el mundo.
Mi primer contacto con esta enfermedad fue siendo muy joven. En el mismo pasillo en el que estaba la
consulta médica a la que yo asistía, estaba también el acceso a la zona de
oncología infantil. En la puerta siempre se podía ver una cuadrilla de niños
hospitalizados que recibían cariño y atenciones de sus familiares. De distintas
edades y de distinta condición social, pero todos de cabeza lampiña y con el
semblante lleno de cansancio, aunque poseedores de la gracia que da la
inocencia y con una sonrisa imperturbable. Desconocedores de que la fuerza vital que desprendían era tal, que provocaban cierta sensación de inferioridad en todos aquellos que pasaban por allí.
Años después, tuve la desgracia de vivirlo más de cerca y
durante un lustro, una persona muy allegada a mi, se enfrentó a la enfermedad
en una batalla que lamentablemente perdió de forma física, pero que terminó por
darnos una lección sobre valores vitales a todos los que la queríamos.
In memóriam de esa persona que yo perdí, de todas esas que
el cáncer ya se llevó consigo y de aquellas que siguen aquí, pero que la pérdida
de alguien les dejó un vacío insondable, quiero recordar uno de los fragmentos
más bellos de la novela “Mujercitas”, de Louisa May Alcott. Se trata de un
pequeño texto que Jo escribe a su hermana Beth mientras la está velando durante
sus últimos días:
“Pacientemente sentada en la sombra, a la espera de ver
llegar la sagrada luz, tu serena y santa presencia bendice nuestro afligido
hogar. Las alegrías y las penas terrenas no son nada cuando pienso en las aguas
profundas y solemnes del río que moja tus pies.
Querida hermana, que en todo me superas, enséñame a vivir como tú, ajena a luchas y preocupaciones, haciendo de la vida algo hermoso. Légame tu gran paciencia, que es capaz de mantener alegre y resignado a un espíritu encerrado en una cárcel de dolor.
Dame, porque en verdad lo necesito, parte de tu valor, tu sabiduría y tu
dulzura, que te han permitido recorrer gozosamente el duro camino del deber.
Dame algo de tu naturaleza desinteresada, que, unida a tu divina caridad, te
lleva a perdonar las afrentas en nombre del amor. […]
De ese modo, la hora de nuestra separación resultará menos dolorosa y amarga y, mientras aprendo la dura lección, esta terrible pérdida se convierte en ganancia. Porque el dolor moderará mi natural rebeldía, dará a mi vida aspiraciones más elevadas y renovará mi fe en lo desconocido.
Y, cuando hayas cruzado el río, sé que habrá un espíritu amado y cercano a mi esperándome en la otra orilla. La esperanza y la fe nacidas del pesar se convertirán en mis ángeles guardianes, y tú, querida hermana, que partiste antes que yo, serás quien me guíe en el camino a casa.”
De ese modo, la hora de nuestra separación resultará menos dolorosa y amarga y, mientras aprendo la dura lección, esta terrible pérdida se convierte en ganancia. Porque el dolor moderará mi natural rebeldía, dará a mi vida aspiraciones más elevadas y renovará mi fe en lo desconocido.
Y, cuando hayas cruzado el río, sé que habrá un espíritu amado y cercano a mi esperándome en la otra orilla. La esperanza y la fe nacidas del pesar se convertirán en mis ángeles guardianes, y tú, querida hermana, que partiste antes que yo, serás quien me guíe en el camino a casa.”
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