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martes, 30 de julio de 2013

Cuentos para noches insomnes



Un plan de venganza



Érase una vez un mundo muy distinto del que conocemos ahora, donde el ser humano, ese animal mortal, débil, torpe e insurrecto, ni siquiera existía. Y el mundo y toda su belleza salvaje se encontraba habitado por unas criaturas insólitas e inmortales que nosotros ya no recordamos, pero de los que fuimos creados a imagen y semejanza. El destino es inevitable y ese paraíso, hogar de dioses, tuvo que ser compartido con la llegada de los primeros hombres.





En ese mundo primigenio vivía el titán Prometeo, que cometió la osadía de intentar engañar al poderoso Zeus ofreciéndole como ágape los huesos de un buey ocultos dentro de la grasa.


Cuentan los que recuerdan aquellos tiempos, que Prometeo tenía un hermano llamado Epimeteo, y que ellos fueron los encargados de conceder las habilidades necesarias para la supervivencia a los nuevos habitantes del mundo, tratando de equilibrar sus aptitudes y destrezas para evitar que unas especies perecieran por influjo de otras. Así, unos fueron dotados de fuerza, otros de velocidad, de alas para huir, de escondites donde guarecerse, o de pelo con el que abrigarse. Unos adquirieron la capacidad de comer vegetales y éstos fueron distribuidos por el mundo, sin embargo otros consiguieron la capacidad de alimentarse de otros animales. Epimeteo repartió todas las habilidades y para cuando tuvo que equipar al ser humano, se había quedado sin ninguna que ofrecerle. 
Su hermano Prometeo se resolvió a solucionar el entuerto, y así se dirigió al Olimpo, y del taller de Atenea y Hefesto sustrajo la sabiduría de sus artes, y del carro tirado por los caballos de Apolo, con el que la divinidad del sol recorría el cielo de este a oeste cada día, sustrajo el fuego, que inmediatamente fueron obsequiados al ser humano.





Cuentan que cuando Zeus se percató del engaño, la furia hizo que ordenara encadenar a Prometeo en el Cáucaso, donde un águila le devorara el hígado. Dada su condición de inmortal, el hígado se regeneraba cada día, y cada día, el águila disfrutaba de su manjar.



El castigo de Prometeo desde luego fue poco grato, pero las historias cuentan que fue peor el que impuso al ser humano. Zeus ordenó a Hefesto que esculpiese en arcilla un nuevo ser desconocido hasta entonces, y todos los dioses le otorgaron una cualidad, creando así un ser sutil, misterioso, hermoso, delicado, sensual, con el aroma de las flores y con las rosas en sus labios. Exquisito. Y peligroso. Zeus le dió vida y un nombre: Pandora, la primera mujer del mundo.

Pero el padre de los dioses tenía un plan de venganza. Tenía en su poder dos ánforas: una contenía todos los bienes y otra todos los males del mundo, y fue esta última la que Zeus otorgó a Pandora, indicándole que no la abriese. Prometeo adivirtió a su hermano que no aceptara ningún regalo de los dioses, pues de todos es sabido que son caprichosos y vengativos, y sabía que de ser así, se sobrevendría una tragedia. Epimeteo, desoyendo el consejo de su hermano, aceptó el regalo y convirtió a Pandora en su compañera y esposa.
Los que no olvidan cuentan que entre todas las cualidades de Pandora, la curiosidad derrotó a su propia voluntad y terminó abriendo el ánfora, liberando todos los males a un mundo que hasta entonces no conocía ni el sufrimiento ni el dolor. Dándose cuenta del error que había cometido, cerró el ánfora rápidamente, aunque ya era tarde. Lo único que quedó en el interior del recipiente, y lo que más resiste dentro de nosotros desde entonces, es la esperanza.





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