El hilo que nos une
La historia de hoy gira en torno a algo muy simple: un hilo. Un simple filamento que cambió la historia de nuestra joven protagonista: una princesa. Bella y fiel hasta el final, Ariadna era princesa de Creta y tenía una familia complicada, pero a diferencia de lo que tenemos muchos, complicada al estilo griego.
Minos, padre de Ariadna y rey de Creta, prometió a Poseidón hacerle una ofrenda y sacrificar en su honor el primer animal que saliese del agua. Poseidón hizo salir un fornido y hermoso toro blanco, un semental incomparable a los que formaban el rebaño real, un animal que hacía gala de haber sido tocado por los dioses. Minos pecó de avaricia y lo incorporó al rebaño real, olvidándose de la promesa hecha a Poseidón. Pero para suerte y para desgracia, los dioses nunca olvidan. Y así fue como Poseidón hizo que Pasifae, la esposa de Minos, se enamorara perdidamente del toro y acabara embarazada del mismo. De la unión nació un ser repulsivo y temible: el terrorífico minotauro, un ser con cuerpo de hombre y cabeza de toro.
Minos encargó al arquitecto Dédalo la construcción de un intrincado laberinto que sirviese de guarida para la bestia y la mantuviese alejada de los habitantes de Creta. Una compleja construcción, con un camino de entrada difícil de encontrar y una salida imposible de concluir. Creta por aquel entonces había entrado en guerra con Atenas por el asesinato del hijo de Mínos, Androgeo, en unas pruebas deportivas, así que como tributo por la paz Atenas debía enviar cada nueve años a siete muchachos y a siete doncellas que sirviesen de alimento al animal enjaulado.
Esa es la Creta en la que nace Ariadna, un lugar hermoso, aunque amenazado por un monstruo y manchado por la sangre de cuantos habían muerto por la sed de venganza de su padre. Para una joven soñadora como ella, con la sed de conocimiento y aventura propia de la juventud, Creta se disponía como una jaula real, y encontrándose similitudes con el minotauro, su huida de la isla que la había visto nacer se atisbaba imposible.
Teseo, hijo del rey Egeo de Atenas, veía incomprensible la situación en la que se encontraba la ciudad cada nueve años. La población vivía con temor la llegada de esa fecha en la que era posible que tuviesen que decir adiós a un hijo o a una hermana, y hacerlo con la terrible seguridad de que la separación sería eterna. Empezaba a ser complicado encontrar alguna familia que no hubiese vivido ya esta terrible pérdida, y la crispación y el miedo se extendía como una plaga por toda la ciudad.
Así que Teseo tomó una decisión y se ofreció a ir él entre los próximos catorce que partirían hacia Creta en apenas unos días con intención de dar muerte al minotauro. Su padre le rogó de mil formas que desistiera en su empeño, temeroso de que corriese la misma suerte que tantos otros antes que él, pero Teseo, además de valiente, era pertinaz.
Cuando Teseo llegó a Creta, Ariadna pensó que no había podido tener más suerte: Teseo era joven, valiente, bien parecido, digno hijo de un rey. La atracción fue notable. También por parte de Teseo, que vió en Ariadna un cúmulo de cualidades excepcionales difíciles de encontrar. Así que llegaron a un acuerdo: ella le ayudaría a salir del laberinto con vida y él la llevaría consigo a Atenas, donde se casarían. Y así fue: Ariadna le dio un ovillo de hilo que había estado tejiendo para que fuese desenrollándolo a medida que entraba en el laberinto y no se perdiera durante el regreso. Teseo volvió triunfante y ambos embarcaron rumbo a Atenas.
Al pasar por la isla de Naxos, en el archipiélago de las Cícladas, decidieron detenerse para hacerse con provisiones. Ariadna se encontraba muy cansada del viaje: nunca había navegado y el mareo que le provocaban las oscilaciones de la nave estaba haciendo estragos en su vitalidad. Valorando que les llevaría un tiempo considerable hacerse con lo necesario para el resto del viaje y que la isla ofrecía una tranquilidad inusitada, consideró que podía descansar un poco, así que contenta de poder bajar a tierra, se recostó sobre la arena de la playa y el sueño la venció.
Y ahora viene lo mágico de la historia: no se sabe qué ocurrió. Ariadna abrió los ojos y se encontró absolutamente sola. No había nada ni nadie alrededor. Giró tantas veces sobre sí misma oteando el horizonte que el mundo comenzó a darle vueltas. No podía creer lo que había ocurrido: Teseo se había marchado sin ella. La había sacado de la isla donde había nacido y se sentía presa, para abandonarla en otra donde ni siquiera tenía a su familia. Habían hecho un pacto y ella había cumplido fielmente con su parte. Había confiado en él. Había puesto sus esperanzas en él. Le había querido. Y él, pese a sus palabras y sus actos previos, la había traicionado de las peores formas posibles: abandonándola en la desesperanza. Todas las lágrimas que Ariadna pudo derramar no aliviaron la pena que sentía, ni manifestaban el tremendo dolor que la desgarraba.
Atribuyen a Heráclito la cita que dice: "sin esperanza se encuentra lo inesperado". Así le ocurrió a Ariadna, que cuando ya no tenía más lágrimas que derramar y pretendía dejarse morir, vio aparecer a un hombre fascinante que generaba unas sensaciones contradictorias que culminaban en un equilibrio perfecto: despedía un halo de supremacía que parecía hacerle ajeno a lo que le rodeaba, pero a la vez poseía una sencillez que le conectaba íntimamente con cada elemento del paisaje. Hacía gala de una mirada dura y penetrante, pero al mismo tiempo, esa mirada atravesaba con su benevolencia y compasión. Su cuerpo era fuerte, pero caminaba con una ligereza tal que parecía no tocar el suelo.
Progresivamente se acercó a ella. Rápidamente entablaron una animada conversación, y mientras comían y bebían, crecía en su interior, sin poder evitarlo, el interés hacia él. No podía dejar de mirarle, pero cuando él fijaba su vista en ella, tenía que apartar su mirada. El tiempo se volatilizó: Ariadna no sabía cuánto habían pasado charlando, sólo sabía que quería más. Tampoco importaba ya lo mal que lo había pasado antes: él lo había borrado. Se sentía fuerte y tremendamente débil al mismo tiempo. ¿Éso era el amor?
Dioniso, pues así se llamaba él, estaba enamorado de ella. A lo largo de su existencia había conocido a otras mujeres, claro, y había disfrutado con ellas. Pero él sabía de buena mano que los dioses son caprichosos, y seguramente Afrodita había puesto en ella la belleza, Atenea la sabiduría, Apolo las artes y Zeus su determinación. Cualidades de dioses que la convertían en un ser extraordinario. Y pese a que ella no le había visto antes, él ya sabía mucho de su existencia: sabía de sus orígenes, de sus anhelos y de sus sueños, y también de su sufrimiento, su personalidad, sus cualidades, su alma. Había esperado el momento adecuado, el lugar preciso. Era ése, y era ella.
Hay una bella isla en el mar Egeo, en el archipiélago de las Cícladas, llamada Naxos, en la que cuentan que hace mucho tiempo abandonaron a una joven a su suerte. Cuentan que Dioniso, el dios del vino y del éxtasis, de la agricultura y del teatro, estaba perdidamente enamorado de ella, y que ella lo amaba con un ímpetu sobrehumano. Dicen que de alguna forma, estaban unidos por un hilo invisible. Cuentan que la rescató y abriendo los cielos, la llevó con él al monte Olimpo donde fueron felices para siempre.
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El cuento de hoy va dedicado a unas lectoras asiduas que beben palabras en busca de finales felices. Siento no poder complacerlas siempre. Pero la realidad supera siempre a la ficción, así que nuestros finales felices están esperándonos ahí fuera. No flaqueéis.
Leyenda de imágenes
(1) Teseo y Ariadna, Florencia, s.XVI.
(2) J.W. Waterhouse, Ariadna. 1898, colección privada.
(3)Tiziano, Baco y Ariadna. 1520-1523. National Gallery, Londres.
(4) A. Carracci, Triunfo de Baco y Ariadna. 1597-1600. Palacio Farnesio, Roma.
¡Cómo echaba de menos algo de mitología! Gracias.
ResponderEliminarA ti ;-)
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